El Dia Del Derrumbe Juan Rulfo Resumen

Es otra leyenda en primera persona, cuenta del fallecimiento de la tía Jacinta, quien era muy querida por toda la familia, muere un día previó del cumpleaños 12 de Tacha su hermana. También sucede una gran inundación en el pueblo que devasta el cultivo, y además se transporta la única vaca que les daba leche y era el sustento de la familia. Es narrado en primera persona, cuentan que existían unos hermanos que se dedicaban a robar carretas en el pueblo popular como Cuesta de las Comadres.

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El directivo hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí. Al comienzo se oían picotear los cubiertos; pero a los pocos momentos aquel estruendos volaba y quedaba olvidado.

Revista Sudamericana De Estudios Educativos (méxico), Vol Xxix, Núms 3 Y 4, Pp 161-165

En algunos instantes lo invadía el pavor. Espiaba el rostro de ella en pos de los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía la seguridad. Que esa noche logren ser varias noches o solo una interminable, que la mujer logre ser otras mujeres o la misma, multiforme pero siempre mucho más cómoda y simple al mostrar su pasión sin palabras, un silencio elocuente que agradezcas. Que en la sencillez del contacto, en el modo en que la procures cada vez, te acoples, y al final la penetres, exista una naturalidad insuperable, como si el cuerpo obrara con una rutina sensual que reconozcas pero no puedas detallar. La voz de Melitón sirve de mediación para la primera parte del discurso, y luego deja paso a otra voz de autoridad. Melitón es el mismo de Nos dieron la tierra que se enfrenta en aquel cuento, junto con otros campesinos, a una autoridad que les niega el derecho a charlar, y ahora, en este cuento, es el narrador.

Mi amigo era como ellos y aprovechaba esos momentos para recordar su país. De pronto yo me sentía achicado al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que comiesen al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que acabábamos un plato pues en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el próximo. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca.

Cuento Breve De Andrés Rivera: El Corrector

Y lo interesante del caso era que absolutamente nadie había solicitado en la posada su maletín. A su convidación, montaron al tablado dos fuertes mocetones provistos de ásperas cuerdas. Introdújose él dentro del saco y próximamente sintió sobre su cabeza el tirar y apretar de los nudos. En la obscuridad en que se hallaba le asaltó el vivo deseo de escapar verdaderamente de las incomodidades de su historia trashumante. En tan extraña disposición de espíritu cerró los ojos y se dispuso a desaparecer.

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Era la madre de ciento cincuenta chicos pálidos pese al sol, flacos pese a la nutrición estudiada por los médicos, histéricos pese a la vida sana que llevaban. Dargére era extremadamente bonita y los chicos la deseaban, pero una preocupación incesante se le instaló en el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un tanto su belleza. Sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con blancura de camisón, de los cuartos de veinte camas en donde depositaba besos cotidianos. Dargére tenía a su cargo una colonia de niños enclenques que había sido establecida por una de sus abuelas. La casa se encontraba ubicada a la orilla del mar y ella desde su juventud había vivido en la parte del costado del asilo, en el último piso de la torre. Las hojas secas revoloteaban un momento antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente.

Que yo saliera en el jornal de la mano de López Mateos y con veinticinco mil pesos y que no fuese para echarles un telefonazo, les daba bastante coraje. Si solamente estamos a día veinte y aquí está el dinero. En mi rostro se apreciaban la imbecilidad en materia económica que es propia de los artistas y la solvencia ética propia de la “gente aceptable”. Cuando ahora había yo perdido toda promesa, se presentó en mi casa doña Amalia de Cándamo y Begonia.

Pero lo miró a los ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, solo lágrimas frescas. Buscó en su corazón el odio cultivado a lo largo de su historia y no fue capaz de localizarlo. Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada en la que envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante.

El otro iba allí arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. La sombra larga y negra de los hombres prosiguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, reduciendo y medrando según avanzaba por la orilla del arroyo. Desde que abrí los ojos me di cuenta que mi sitio no estaba aquí, donde yo estoy, sino más bien en donde no estoy ni he estado jamás.

Un poco mucho más lejos, del otro lado del ancho recorrido, las luces de la región empezaban a prenderse. Empezaba la noche y respirando el perfume tristón de su abrigo mojado, la Sonia creyó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin opinar de verdad, como una pequeña a la que le recitaban un cuento ahora oído e inverosímil. Pasaron los años, llorosos, terribles, malvados, y nunca se me forró ese cuadro, como tampoco la chispa agradecida que relució en sus pupilas cuando, compartiendo las mofas, me aproximé para ayudarlo a quitarse el vestido. Posiblemente su pasar de alondra empapada haya naufragado en esa travesía de intolerancia, donde el trote brusco del mucho más fuerte estampó en sus suelas el celofán estropeado de un ala colibrí.

Y logre ser que a lo largo de los próximos días te empeñes en cumplir tu misión y que no te resulte tan difícil, pues en ese extraño edificio todo y todos no hagan otra cosa que complacerte. Entonces yo comencé a pensar un insulto. Lo primero que me vino a la cabeza fue decirle “mugriento”. Y fue en esos momentos cuando se abrió, sola, una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos oímos atentamente el sonido de la caja armónica y las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el instante que el mayordomo fue a agarrar la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, mucho más bien, un ave disecada.

Es la historia de un hombre quien se llamaba Lucas Lucatero, quien cuenta que llegaron a visitarlo a su casa, como diez mujeres horribles y ancianas, para rogarle que fuera testigo de que su suegro fallecido Anacleto Morones, había tenido una existencia adecuada y santa. Fue un día que el pueblo fue envuelto en catástrofe, pero, el gobernador, resolvió acercarse para entender el género de ayuda que les darían, prepararon una celebración de bienvenida, pero, en su alegato se notaba precisamente la falsedad, hipocresía y corrupción de las autoridades. Los dos amantes planificaron matar a Tanilo, quienes luego de haber finalizado con la vida de este hombre, fueron ebrios por el remordimiento por el terrible acontecimiento. A partir del suceso, ninguno de los 2 amantes volvieron a cruzar palabra, se comportan como extraños, y dejaron que su amor cayera en el olvido.

Y el cuerpo de Roberto tambaleó vacío de vida, cayó con un son fláccido, los ojos inmensos de terror, la boca abierta en aullido prolongado como un canto. Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso afán. La bonanza nada debe ver con la tempestad. Sabio siempre y en todo momento fue Ulises, que comenzó por hacerse el desquiciado. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad –idea innata.